miércoles, marzo 23, 2005

Almendra


Almendra. Uno de los grupos emblemáticos de la música argentina, cuando el rock nacional no era negocio. Caricatura de Raúl "Perro" Perrone.

La revolución es el fruto de mil plantas

Por Julio Carreras (h)
Especial para El Ortiba

1.1955

Una falla irreparable iba a abrirse en nuestras vidas.
Con mi hermano Gustavo compartíamos la habitación. Despertábamos aquel invierno de 1955 cada amanecer con temor. Gustavo tenía 3 años y 1/2, yo 5. Al levantarnos, un día supimos que nuestra madre se había ido de casa. Otro día, poco después, que los militares habían derrocado a Perón.
Adquirían entonces dolorosa coherencia las oscuras imágenes con que interrumpieran una proyección de Superman, en el Petit Palais. Poco antes de que se fuera nuestra mamá.
Aquel noticiero nos arruinó el día. Sin comprenderlo muy bien, sentíamos con Gustavo que algo muy grave estaba pasando en el país, que aquellos cadáveres calcinados, aquellos restos de automóviles retorcidos en la Plaza de Mayo eran verdad: unos aviones de la Marina de Guerra habían bombardeado la ciudad para matar a Perón.
¡Matar a Perón! Para nosotros como decir "matar a nuestro padre", o "matar a nuestro abuelo": una acción desmesuradamente ominosa, ¡sin la más remota posibilidad de justificación! Los asesinos de Perón no tenían rostro, mas por algún luciferino ensalmo acechaban ahí. Eran como una niebla negra, avanzando sobre la atmósfera, para tapar el sol.

2. Primeros combates

De la calle escuchamos unas bocinas, esa tarde. Y una música, y gritos, y parlantes. Para ver bien lo que ocurría subimos al techo. Eran los vecinos de enfrente, angosta calle de tierra por medio: radicales... Gritaban con alegría: "¡El tirano ha caído!", "¡Muera Perón!" Un camioncito con bocinas en el techo propalaba marchas militares, interrumpidas cada momento por una voz engolada que difundía noticias y agitaba. "¡Viva la revolución libertadora!" "¡Viva el general Lonardi!"
Al techo de la casa de enfrente, en leve diagonal con la nuestra, subió Chuni Barraza, el único varón de esa familia, dos años mayor que yo. "¡Viva Lonardi!", se puso a gritar, "¡Viva Balbín!", "¡Viva la Unión Cívica Radical del Pueblo!"
Descolgué la honda de mi cintura, la cargué con una piedra de mi bolsillo y contesté más alto: "¡Viva Perón!", "¡Viva Evita!", "¡Mueran los gorilas!", acompañando mis gritos con el primer hondazo, que hizo saltar un trozo de revoque en el borde de la terraza de enfrente, apenas unos centímetros por debajo de Chuni.

3. La clandestinidad

Traición. Empezamos, con Gustavo, a escuchar esa palabra con frecuencia. Fulanito había traicionado. Menganito, un sindicalista, había traicionado: se había vendido a los asesinos. Por eso en las ocultas reuniones peronistas se lo llamaba "alma de gallina".
Mi tío Agustín andaba escondido. Había perdido su puesto como maestro de escuela. Lo buscaba la policía. "Llevale esta comida, muchacho", me decía mi abuela. En un plato hondo, tapado con otro plato, estaba. Dos panes encima, todo envuelto con un repasador. Apurado por el calor sobre mis manos y para que nadie me viera -me lo había dicho mi abuela- caminaba las dos cuadras en ángulo recto hasta la casa de mi tío Mariano. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban cerradas (mi tío Mariano con su familia vivían en el campo).
Mi tío Agustín escribía, con luz artificial. A su lado, un 38 largo. El arma me pareció gigantesca y helada. Al verla me sobrevino un desaliento, por comprender repentinamente el peligro en que vivíamos.
Traición. Traición. Por esos tiempos comenzamos, con Gustavo, a escuchar también esa palabra con relación a mi madre.

4. Uturuncos

No recuerdo cómo ocurrió que con Gustavo fuimos a parar a la plaza principal, frente al Cabildo (convertido en Jefatura de Policía) cierto mediodía con mi tío Mariano. Los traían a los Uturuncos de Tucumán. Una discreta muchedumbre se había congregado en la vereda del frente, sobre la plaza. En la calle que hasta el 55 se había llamado Eva Perón y ahora se llamaba Libertad se detuvo un colectivo como un escarabajo. De él bajaron cuatro o cinco muchachos, esposados. Eran los guerrilleros peronistas, que habían capturado en las selvas tucumanas algunos días atrás. Multitud de policías y soldados los custodiaban.
Los rostros de los guerrilleros quedaron grabados para siempre en mi memoria, en particular el de uno. Era muy joven, de ojos altaneros, rostro pálido: tal vez no tenía bigotes, esos bigotes negrísimos, con sus apenas 17 años, pero yo se los dibujé. Luis Enrique Uriondo. Lo admiré. Se había jugado por Perón. Se había jugado por la patria.
Era un macho de verdad, con el sentido que nos había enseñado mi abuelo. Ser macho no significaba andar alardeando, ni pegarles a los chicos o a las mujeres. Ser macho era arriesgar la vida por un ideal. La Patria o la vida de los demás. Eso era ser macho. Eso es ser macho de verdad, en nuestra cultura nacional.
Era otro invierno, el de 1960. Yo tenía 10 años ya, Gustavo 8 y 1/2.

5. Neoperonismo

A los 14 años -Gustavo 12 y 1/2- habíamos aprendido a dar un alto valor a las palabras. Fue cuando escuchamos por primera vez -y leímos- el término "neoperonismo". Se hablaba de la imposibilidad de proscribir indefinidamente al peronismo, demostrada por la realidad a los gorilas en el gobierno. Y de un oscuro plan para integrarlo por medio de una reforma desde dentro, de un peronismo domesticado, "democrático", aceptador de las sagradas verdades del liberalismo capitalista y sus sumos sacerdotes, los presidentes norteamericanos. Augusto Timoteo Vandor, un sindicalista que supo ubicarse en un puesto clave para la entonces aún potente Argentina industrial, se postulaba como "alternativa" de un "peronismo" potable para los gorilas. (Básicamente, la misma maniobra que realizará casi 30 años después Carlos Saúl Menem). Lo acompañaban varios gobernadores de provincia.
Era un tiempo en el que la organización de la Resistencia crecía sobre pequeñas agrupaciones que habían brotado aquí y allá a lo largo de la Patria. Pequeñas pero ejemplares. El neoperonismo no prosperó entre las masas. Pronto la gente común o los militantes intermedios (como mi padre, mi abuelo y mis tíos) les darían la espalda.

6. Taco Ralo, Massetti, el Ché

Mi padre y mis tíos (Mariano y Agustín) compraban todas las revistas informativas que se podían obtener entonces (sí: todas). Esta voracidad lectora se debía seguramente a que estaban en lucha. Debían manejar la mayor cantidad de información posible. Antes que ellos incluso las hojeábamos con Gustavo, para observar las imágenes.
Así pasaban ante nuestros ojos hermosas fotografías a toda página de Maria Félix, Gina Lollobrigida o Burt Lancaster publicadas por Life en español. Coloridos dibujos humorísticos en la revista O´ Cruzeiro, inextricables alusiones y caricaturas que nos parecían desmañadas, en Tía Vicenta.
Por medio de estas revistas -Leoplán, Visión, 7 días "Ilustrados"-, nos íbamos a enterar también del surgimiento de la guerrilla y su fugaz performance en Taco Ralo. De la guerrilla de Massetti (apadrinada por el Ché) y de la pasión y muerte del mismo Ché.
La participación de curas, como Camilo Torres, en las diferentes guerrillas que aparecían aquí y allá en Latinoamérica como hongos, calaría muy hondo en nuestra mentalidad católica. "¿Qué estudian tus hijos?", preguntaría unos años más tarde cierto amigo a nuestro padre. "Uno para cura, otro para guerrillero" le respondería, espontáneamente, con la vaga convicción de ser vocaciones semejantes.

7. De Perón a Marx

En el invierno de 1972 tomamos la facultad de Ciencias Económicas de Santiago del Estero. La conmemoración del tercer aniversario del cordobazo había sido un pretexto para hacerlo y reclamar, contra la privatización de la Universidad, por el retorno de la democracia, la libertad de los presos políticos. Fue una noche larga, intensa e inolvidable. Nadie durmió, no porque el ejército nos hubiera rodeado, cubriendo la plazoleta del Convento de Belén con ametralladoras pesadas. No porque toda la ciudad estuviera pendiente de esos doscientos jóvenes, que se habían atrincherado en el edificio clerical de esta arcaica población. Sino porque nos apasionaba la Revolución, que íbamos descubriendo como una Tierra Prometida, y se nos dibujaba cada vez mejor en cada charla, en cada debate de aquella noche luminosa. Gustavo no iba conmigo, pues ya había ingresado en el Seminario de Tucumán. Clara sí.
Por la mañana, luego de que el rector Cerro, escoltado por una multitud de soldados y policías se aviniera a "considerar" algunas de las peticiones, fuimos saliendo en fila india para ser subidos en celulares. Una de las condiciones pactadas era el buen trato y que nadie iba a quedar detenido, así que nos tuvieron sólo el tiempo suficiente para pintarnos los dedos y dejarnos fichados. Al volver a casa, cansado, como a las cuatro de la tarde de un día neblinoso, fui directamente a mi habitación, para tirarme un rato en la cama. Desde allí busqué con los ojos al afiche de Marx, que tenía pegado sobre mi escritorio, a la derecha. No estaba. En su lugar habían puesto una foto de Perón. Alarmado, me di vuelta a buscar la efigie del Ché que tenía tras de mi cama. ¡Tampoco estaba! ¡En su lugar una foto de Paulo VI!... "Mi papá", pensé, indignado. Y fui a buscarlo inmediatamente.
"¿Quién carajo te crees vos para arrancarme los afiches y cambiármelos por los de esos viejos pelotudos?", le reclamé a los gritos.
"Escuchame bien porque te lo diré una sola vez -contestó mi padre con firmeza-: no vuelvas a poner a esos tipos en la pared, porque si lo haces te quitaré la llave de nuestra casa y te vas de aquí. ¡Lo último que podría tolerar es tener un hijo comunista!"

8. La militancia marxista

Volví a poner afiches, y más grandes, no sólo de Marx y el Ché sino también de Trotsky, a quien por entonces había empezado a admirar. Mi padre no cumplió con su amenaza; pero tampoco yo me quedaría por demasiado tiempo en casa. Traspasado por el dolor de haber perdido a Clara, había "madurado" a pasos agigantados, si por esto se entiende el conocimiento del dolor hasta límites insoportables, y la adopción de postulados solemnes como cualidad esencial de la existencia. Casi un año después de aquella toma de facultad y otros sucesos vertiginosos me fui a Córdoba, contratado por la revista Posición, para ocuparme de tareas periodísticas en ese medio financiado por el PRT.
Gustavo casi había desaparecido de mi vida, Perón había sido dejado atrás: pero en un fascículo especial que nuestra revista publicara sobre el fascismo, aún lo defendí parcialmente al negar que tal término pudiera ser aplicado al justicialismo. Y un tiempo más tarde, el 1º de julio de 1974, ese día tan frío y húmedo de su muerte, mientras me dirigía a toda prisa por las ondulantes veredas de Barrio Observatorio hacia mi trabajo en la imprenta, no podía evitar que las lágrimas se mezclaran sobre mi rostro con las vírgulas congeladas de la llovizna mientras caminaba.

9. Ni yanquis ni marxistas

En la cárcel volví a acercarme a los sectores peronistas. No a Montoneros, con quienes mantuve siempre una cordial aunque algo distante relación. Sino a los "históricos" como Lerner, que había estado en la guerrilla de Taco Ralo, de Massetti y luego en las Fuerzas Armadas Peronistas. O a algunos sindicalistas de la UOCRA y la UOM, que decían: "Pensar que si hubiésemos estado afuera, nos hubiésemos cagado a tiros... ¡qué pelotudos que éramos!" Les contestaba entonces que nuestro Ejército Revolucionario del Pueblo no disparaba contra sindicalistas, por más que los considerásemos burócratas. Nuestros blancos eran los militares y la policía.
Pese a esto, no volví a ser peronista. Gustavo tampoco. Su camino de sacerdote lo acercaría a sectores llamados "progresistas" de la Iglesia Católica. Y después del "Santiagueñazo", él sería líder de un nuevo partido: Memoria y Participación.
Ambos continuamos nuestra acción política en un área comúnmente llamada izquierda... pero ni él ni yo nos consideramos marxistas.

10. Un nuevo movimiento revolucionario

Desde mis conversaciones con Lerner en la cárcel de Sierra Chica, en 1977, no dejó de rondarme la imaginación la posibilidad de un nuevo movimiento revolucionario latinoamericano. Un movimiento que sea nacionalista -pero no fascista-; un movimiento que sea socialista -pero no marxista-. Algo parecido a lo que habían buscado en su tiempo Árbenz, Haya de La Torre, Perón. Pero sin la infiltración insidiosa de esas células cancerígenas de la ultraderecha o el neoliberalismo, que habían infectado los movimientos de los dos últimos, para terminar aniquilándolos.
En ese tren comencé a recuperar entonces el pensamiento del primer Santucho -Francisco René- quien en los documentos liminares del FRIP abogaba por un partido revolucionario latinoamericano, que se cuidara tanto del imperialismo norteamericano como del marxista.
El surgimiento de Chávez en Venezuela pareció dar al fin un tono preciso a nuestras especulaciones de todos estos años. Es preciso sin embargo determinar claramente las dificultades internas con que hoy chocamos, para evitar que esta revolución también termine en el fracaso.
La principal de ellas -en realidad la que motivó la escritura de estos comentarios-, la principal dificultad con que están tropezando hoy los movimientos revolucionarios es el sectarismo político interno. Pues si los observamos desde una serena distancia, todos los grupos políticos populares venezolanos buscan objetivos que podrían unificarse. También los brasileños, o los argentinos. Pese a ello, no logran actuar en común.
Esta división feroz no sólo libera a quienes llegaron al poder soliviantados por la marejada revolucionaria, abriéndoles la posibilidad de corromperse, sino también debilita este embate original, permitiendo a la monolítica oligarquía reponerse.
Una vez más debe decirse: unámonos, o seremos derrotados. El peronismo ya no existe. El izquierdismo tampoco. Ambos han dado origen a movimientos nuevos, más creativos, menos permeables a desviaciones mezquinas, aunque aún no tengan nombre (y si no lo tienen, mejor, ello puede significar que son espontáneos y siempre en desenvolvimiento, como la vida).
A quienes combatimos en los 50, 60 y 70 se nos van los últimos cartuchos en esto: atrevámonos, esta vez, a la unidad.


Santiago del Estero, 28 de junio de 2006.

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