Fragmento del libro Cartas a la Humanidad

 Julio Carreras

Barrio Autonomía, Santiago del Estero, viernes, 23 de octubre de 2003

Un cono húmedo

El viernes estuvo lluvioso desde temprano. Como a las siete y  media terminé mi desayuno; luego de  lavar  el plato, la taza, sacudir el mantel, guardarlo, me asomé en  el ventanal que da al patio. Entre el lavadero de casa y  mi habitación hay una distancia como de diez  metros; calculé que podría salvarla sin mojarme demasiado y me largué, con grandes trancos por sobre el veredón de piedra. A buen reparo, en la pieza, me puse entonces a contemplar desde el umbral las hermosas tonalidades languidecientes del cielo. Sobre su fondo se movían, armoniosamente, cuatro o  cinco capas de  nubes,  de diferente valor. El jacarandá ya muy alto que ha crecido junto a  mi  habitación presenta campanitas de un  suave lila; a su lado, castañuelas, normalmente en parejas. Observaba la maravillosa combinación de capas y matices, el limonero de un verde brilloso, las  dos enredaderas que cubren la pared - flores blancas y rojas, en ciernes- la  humedad en filamentos  cristalinos formando volutas al aire, cuando advertí algo como una pequeña nube en medio de  los árboles, que se  elevaba hasta esfumarse por completo. Al observarla con atención vi que formaba un embudo, con su pico hacia abajo, en el cual se  movían cierto tipo  de partículas transparentes.

¡Insectos!... Unas especies de mariposillas, de largas alas, volaban entre la llovizna elevándose en tirabuzón. Este se hacía más amplio a  medida que tomaba altura, hasta disolverse en el oscuro cielo, antes de alcanzar la copa del jacarandá. Siguiendo la dirección de la nutrida columna, comprobé que se originaba en el suelo, desde un agujero recién abierto sobre la  tierra mojada.  Me acerqué y vi una situación que me pareció extraordinaria: había ocurrido una especie de estallido, al parecer, pues los bordes del agujero estaban desmoronados, como si hubiese sido provocado por una  fortísima  presión, viniendo de lo subterráneo. Por él emergían millares de bichitos, apretujándose, pugnando para abandonar  el hueco, tan compactos en su amontonamiento que daban la impresión de un grueso chorro de  miel quemada, antes de surgir por completo y  ponerse a  volar. Cada  bichito pisaba la  boca del agujero, caminaba unos pocos  pasos, sacudía las alitas como para estirarlas y se ponía a volar, siguiendo la  columna en tirabuzón, que ordenadamente terminaba abriéndose en todas direcciones a  su final.

¡Hormigas!, pensé. Me costó creerlo. Estaba comenzando  a llover con goterones más gruesos. Me acerqué aún más para comprobar si eran hormigas: no  lo  parecían;  más bien luciérnagas, en su  conformación física, como  un cucuruchito rosáceo, dotado de un par de  alas semejantes  a  las de  las libélulas, en proporción. Pensé  en inmovilizar una para mirarla a  mis anchas, pero me contuve. Seguramente si intentaba tomarla dañaría su cuerpecillo de un modo  irremediable. Ellas no medían más de un par de milímetros, su cuerpo daba la impresión  de ser muy blando. Ahora llovía bastante fuerte. Pero las hormigas continuaban saliendo y  formando su  cono, inalterable, hacia el c ielo. ¿Adónde irían? Pronto perdía uno de vista a  las que llegaban a  lo  más ancho  del abanico, y  desde allí rompían formación hacia  la tangente, cualquiera que fuese ( para nuestra percepción). Me dije que estos goterones que caían debían de resultar abrumadores para los animalitos, en caso de encontrarse alguno directamente con ellos. Efectivamente, por primera vez comencé a  ver  la  caída de unas pocas hormigas. Quedaban atontadas, muy cerca de su agujero; una que observé, parecía borracha, por momentos se dirigía hacia su hormiguero, como si fuese a introducirse otra vez en él,  mas enseguida cambiaba de rumbo, regresando a  la  desorientación. Unas cuatro o  cinco quedaron así, sobre las lajas, muy mojadas. Me aparté de ellas por un rato, entrando en mi habitación.  Cuando regresé, como a  la hora, no  había ninguna. Ya no  llovía,  el suelo había absorbido la humedad, poniéndose oscuro. El hormiguero no existía - al menos hacia el exterior-, la febril actividad de  los animalitos había cesado  por completo; no pude encontrar ninguno, ni siquiera en las hojas de los árboles. Tampoco hallé alguno muerto. "Sus alas se deben haber secado, y luego han ido volando a... a donde tuvieran que ir", pensé, con optimismo.

Una "insectidad"

Mientras estuve mirando a las hormigas se me ocurrió algo singular. Me pareció que ellas formaban una comunidad grandísima, organizada, con sus lenguajes, sus leyes, sus propósitos, su  sistema político,  su tradición cultural. ¿Por qué no habría de ser así? ¿Qué nos autoriza a  creer que estos seres no  dispongan  de sistemas ideológicos, de  ciertas sensaciones equivalentes  a lo que en los humanos denominamos "sentimientos", de ciertas vivencias homologables a  lo  que en  humanos mencionamos como "inteligencia"?

Cuando mis  hijas eran chiquitas y  descubrían  algún insecto en el campo, al percibir en su actitud algún signo amenazador, las advertía: "¡No vayan a hacerle daño!"... Ante sus ojazos interrogantes,  repetía:

"¿Qué les parece si a  ustedes las pisotea o  agarra brutalmente algún gigante?... Imaginen si anduviera un gigante, paseando por la  Tierra, y  de repente  las encontrara en su camino... ¿les gustaría que las levantase bruscamente entre sus garras, o  las aplastara con un pie?"

"¿Como King Kong?", preguntaba la Lupita (las había llevado al cine, a  ver  la película King Kong, fue para ellas una experiencia extraordinaria, desde entonces el gorila pasó a  ser, en su  imaginería, paradigma  de gigante).

De verdad creía en esto (mejor dicho era, es, como una vaga intuición). Que la Tierra y los planetas, con todo lo demás que percibimos en la parte del Universo a nuestro alcance, son porciones de cuerpos gigantescos, tan inmensos que nos resulta imposible verlos. Por lo demás, sólo una presuntuosidad estúpida puede convencernos de que para ser consideradas inteligentes las formas de vida deben presentar caracteres humanoides. Recuerdo no sin sonreír el argumento que expuso un director del  diario donde trabajé alguna vez para "demostrar" la inexistencia de extraterrestres. El hombre - doctor en Filosofía y Derecho- afirmaba (más o menos) en cierto párrafo de su extenso artículo: "... la  prueba más contundente de  que los marcianos no pueden existir (llamaba "marcianos" a los extraterrestres), la prueba absoluta de la inexistencia  de estos engendros, es su fealdad... Porque Dios no pudo haber, jamás, creado algo tan feo." ¿Cómo sabía él que los "marcianos" eran feos? No  lo  aclaraba.  ¿Cuáles eran sus parámetros comparativos? ¿Se guiaba de  lo  representado en las películas, quizás?  ¿Se estaba refiriendo, por ejemplo, a representaciones como el ET? ¿O, tal vez, habría quedado impresionado por una especie de parodia cinematográfica de  La  Guerra de  las Galaxias, cuyo nombre exacto no recuerdo, protagonizada por Jack Nicholson, que presentaba unos extraterrestres (para nosotros) horribles, y  muy agresivos?...

Sin embargo, a imaginaciones menos limitadas les fue dado suponer existencias como  éstas:

"... A  la  tarde, cuando el mar  fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en  los patios, y  en el distante y  recogido pueblito marciano nadie salía a  la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de  metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente las manos como quien toca el arpa. Y  del libro, al contacto con los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos [...]

"El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía  diez siglos.

"El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos;  los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales. "En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo  los azules retratos fosforescentes, en  la sala de conversaciones." (Ray Bradbury. Crónicas Marcianas, 1955.)

En el monte

El domingo salí a caminar en dirección al monte. Debían de ser las nueve de  la  mañana. Como había  llovido durante el viernes y  algo del sábado, la  tierra  estaba húmeda por todas partes, la vegetación limpia. El sol era relativamente suave y  se ocultaba de a  ratos entre las nubes morosas. La temperatura resultaba muy agradable, auxiliada por una delicadísima brisa. Tomé la  ruta que va a  Catamarca. Allí, a  unos dos kilómetros, hay un  sitio que personas para mí desconocidas han dedicado al Gauchito Gil. Una especie de santuario. Me sorprendí al ver  los progresos que había experimentado en los últimos  tiempos. Lo que era un rústico quincho apenas protegido con alambres herrumbrados, y  una casillita bajo de un árbol, ahora tiene una flamante construcción,  muy prolija, insinuándose como un templete de  homenaje  al... ¿santo? No sé cómo llamarlo. Vagamente sé del Gauchito Gil que era un hombre "bueno", físicamente agraciado, que tuvo algún tipo  de desdicha... ¡ay,  no  presté mucha atención a la historia cuando me la contaron! ¡No sé si su mujer le metió  los cuernos, si lo  traicionaron cuando iba en busca del sustento asesinándolo por la  espalda o  si murió en un accidente! Lo cierto es que lo  convirtieron  en ícono de devoción popular.  Me sorprendí más aún  al estirar, para verla, una bandera, nueva, suntuosa, de color rojo -como todos los objetos relacionados con Gil- que colgaba de un mástil. "UNSE -  Club Ciclista de  la Universidad Nacional de Santiago del Estero -  Gracias Gauchito Gil", habían hecho estampar con letras doradas los ofrendantes. ¿Serían estudiantes? ¿O profesores? ¿O ambos, como en el Consejo Académico? Obviamente no estaban influidos por el materialismo  científico.

Inspeccioné todo meticulosamente, mientras reflexionaba acerca del origen de  los cultos, recordando  aquella historia del guerrero que custodiaba, de por vida, un montículo de piedras dedicado a cierta diosa germánica, con que comienza Frazer su  clásico tratado La  Rama Dorada. También recordé que la única forma de ganar el "privilegio" de dicha custodia, entre aquellos habitantes  de  los Alpes Suizos, era combatir a  muerte con otro guerrero - elegido desde su más tierna infancia para dicho propósito-, luego de cuya derrota ( y  fallecimiento)  el desafiante podía recién ocuparse de custodiar las piedras, alimentado, para siempre, por todo el  clan.



Un  crimen alimentario

Satisfecho con mi inspección, tomé por el caminito que  se  insinuaba con calidez a  un costado del santuario.  Mi propósito era evitar las altas torres de electricidad a las que esa senda llevaba, internándome en el monte pleno apenas hallase una "picada" con aspecto confiable. Por de pronto, ya estaba cesando - gracias al distanciamiento- el nervioso rumor de  la  ciudad; de vez en cuando pasaba algún automóvil de  ida o  vuelta por la  ruta, a  unos cincuenta metros de allí, se podían escuchar con  mayor nitidez los cantos de los pájaros, los numerosos zumbidos de  los insectos. Caminé, pues, tranquilamente por  esa franja, bordeada a sus lados con ramaje seco, señal de que por allí habían pasado personas cortando arbustos para transformarlos en leña. Pronto me  topé con  un remolino de  bichos voladores, componiendo un  cono semejante al descubierto en casa, sólo que esta vez ¡eran hormigas muy grandes! ¡Como  la  mitad de  mi dedo meñique, sólo en sus cuerpos!, marrones oscuras, casi negras, con alas semejantes a las del alguacil. Otra vez me puse a  mirar las hormigas. Esta vez  era más fácil, pues había sol, además de ser las presentes al menos diez veces mayores en tamaño a  las de  mi casa. Quién sabe adónde irían. También las actuales creaban una especie de tolva, que a  diferencia de éstas se resolvía en ascendencia, pero cuando se enanchaba hacia el cielo disponían las hormigas abandonar la multitud, emprendiendo un camino  misterioso para mi  entender, pues tampoco parecen impulsadas, todas, hacia un mismo lugar. El silencio me  permitió percibir cierto zumbido  y  al seguirlo encontré, en el suelo, a  una gigantesca hormiga que se había caído. Pugnaba por salir de una especie de trampa, formada de  modo accidental  con restos de ramitas secas, amontonándose en parvas, delgadas, pero cuyos hilos habían urdido un  techo, inmenso proporcionalmente, apresando al animalito, que una y  otra vez caía, al no  acertar con un espacio suficiente para salir en el entramado, chocando con las ramitas, violentamente, y  derrumbándose al parecer más debilitado cada vez. Me  senté en cuclillas allí, a  un costado, sólo con el ánimo de observar. Entonces percibí un movimiento sigiloso, rapidísimo, entre las ramas; algo como un refucilo dorado, que se insinuaba y desaparecía  sin el menor sonido. ¡Una araña! ¡Acechaba a  su presa!

Inmóvil contemplé los acercamientos de la araña. Luego de tres o  cuatro ágiles saltos, se situaba un poco más cerca de  su  futura víctima pero se detenía,  vigilándola con ojos que recordaban a los de Henry Ford, sin que ella siquiera sospechase la  ominosa presencia. La  pobre hormiga, absorta en su desventura, parecía relamerse heridas, apoyando el hocico  formado con pinzas,  ora sobre su pecho, ora sobre un costado, sin intentar volar otra vez, sólo desplazándose torpemente en círculos por sobre el barro, pugnando con la  enredada trama  de ramitas secas, en las que tropezaban sus frágiles patas y perdía pie, sin permitirle  asentarse un poco siquiera como para descansar. Los segundos que transcurrían entre los paulatinos acercamientos de  la  araña me resultaron angustiosos. Pero el metálico animal (esta vez me  recordó al Mariscal Montgomery acechando a Rommel) no parecía impacientarse en lo más mínimo. Venía segura, implacable, hacia el himenóptero, descansando de a  ratos en las umbrosidades del fino ramaje, como un tanque israelí podría hacerlo al dirigirse a atacar un objetivo civil palestino. Y con la misma impavidez que otorga la  superioridad de recursos. De repente la araña saltó sobre la  hormiga marrón y  la inmovilizó, clavándole su aguijón en la nuca. La hormiga se retorció de dolor, pero no  intentó el menor movimiento para resistir. Con crueldad profesional la araña siguió perforando a la hormiga en su cerviz, hasta que el pobre animalito dejó de patalear. Luego la arrastró, llevándola hacia el interior de los yuyos, de modo que ya no los vi más. 

Me levanté perplejo y  deprimido. ¡Podría haber salvado a  la  hormiga! De  hecho  había actuado así en otras oportunidades, ¿por qué no  ahora? Me  había  dejado llevar por el "espíritu científico". Un modo de complacer al egoísmo.

Henry Ford

Pronto me interné en el monte. Debí poner la mayor atención para discernir caminos, pues muchos claros suelen ser engañosos; con frecuencia nos llevan a quedar encerrados entre tupidos árboles y están custodiados por todas partes con matas espinosas ( el monte  santiagueño es  muy espinoso, constantemente uno  debe mirar a los costados, pues suele haber plantas con espinas pequeñitas pero duras, agudas como agujas, de las cuales nos damos cuenta a  veces solamente cuando se han clavado en nuestra piel o  lo  que es peor - como  me  pasó esta vez- desde arriba en el cuero cabelludo por un error de cálculo  al atravesarlas). El afán me haría olvidar los sentimientos suscitados por el asesinato de la  araña. A  poco de avanzar oí un ruido que constituye para mí desde hace  tiempo un importante enigma. Es semejante al de una tumbadora con parche bien templado. No sé si lo   provoca un pájaro u  otro animal. Concentrado, como  decía,  en hallar caminitos con menor cantidad de espinos, coloqué al interesante sonido en lo  subconsciente. Cuando a  la izquierda surgió - como suele ocurrir en el monte- un umbroso hueco  y  alcancé a  ver cierta sombra avanzar unos pasos tambaleantes, en sentido contrario al que yo llevaba, y levantar vuelo... ¡Un pájaro!... ¡Parecía muy pesado! Apenas aleteó ruidosamente por bajo la prieta armadura que formaban las cerradas copas y las lianas. Me había costado algún esfuerzo llegar hasta ahí, pero decidí regresar, con el mayor sigilo posible, para observarlo de cerca. Ya había sentido - como cada vez que escucho el gutural son- ese ingobernable estremecimiento. Me acerqué en puntas de pie, y al llegar casi adonde había visto descender la forma, volvió a huir, esta vez rápidamente, perdiéndose ahora entre las copas y alcanzando un hueco hacia arriba que le permitió acelerar su  vuelo. Era un pájaro, quizá del tamaño de una  perdiz en su cuerpo, pero de alas posiblemente mayores a las de  un gavilán; alas extrañas, como  las de un avión, y  una cola muy larga, rectangular, más del doble de su talle, todo esto de un color ocre anaranjado, con rayas,  o cuadros, en la  cola, de color marrón oscuro, bruñido.

¡Ay! ¡No  pude ver su rostro!... Tampoco sé si al fin he descubierto al enigmático animal que se expresa con voz profunda, agorera, como si lo  hiciera adentro de un tronco ahuecado, o golpeara dentro de él con un palo terminado en pompón semejante a  los usados para el bombo de orquesta. Me  interné en el monte otra vez.  Me engulló la vegetación. Sentí esa espirituosa alegría que infunde esta tierra.

Anduve bastante. Me detuve varias veces a observar singulares plantas o insectos raros; los pájaros huyen, a veces nos observan desde prudente distancia. Con esfuerzo y  cuidado para no  dañar al árbol, bastante alto - y  no  dañarme las manos con las espinas-, corté  para mostrar a  mi hija Rocío dos ramitas de una extraña planta, con hojas como perfectas espadas de gladiador.

Durísimas las hojas, como si estuviesen hechas de  metal,  y como éste, sumamente brillosas. Ya no se escuchaba el ruido de  la  ciudad. Sólo un rumor bronco,  apenas perceptible, referenciaba su existencia, en este  sitio.

Stress. Stress...

Llegó la hora de los libros. Vitus B. Dröscher menciona en su  libro Sobrevivir (1)  interesantes experimentos efectuados con animales. Tomaremos algunos relacionados con el stress. Este, según el mencionado autor, "no es un específico acompañante de  la razón humana, sino que actúa en un amplio campo de sensaciones y  sentimientos, la  angustia, al que  están sometidos por igual tanto el ser humano como  los animales restantes". Como buen pragmático, desde unas páginas antes venía proporcionando abundantes ejemplos. Hemos seleccionado cuatro:

"[...] en cualquier momento - sigue Dröscher- es posible causar la  muerte por stress de una abeja en un  simple experimento. Los doctores Roy J. Pence, Robert D. Chambers y  Manuel S. Viray, entomólogos de  la Universidad de California en Los Ángeles (la famosa UCLA), apresaron algunas abejas mientras se hallaban libando y las encerraron, por separado, en unas pequeñas redes de gasa dentro de las cuales colocaron diminutos recipientes llenos de  miel.

"A ninguna de las buscadoras de néctar se le ocurrió la idea de  libar su alimento favorito. Revolotearon  como dementes en el interior de  la  tupida red, zumbando  y girando incesantemente, y al cabo de dos horas estaban muertas."

El experimento de  los doctores (de  la  famosa UCLA) me dejó compungido. ¿Era imprescindible torturar a estos dos maravillosos bichitos para extraer la  conclusión  de que un ser vivo sometido a la desesperación debe terminar muriendo?... Veamos que dice Dröscher: "Profundas investigaciones han probado que  el encierro causa una invasión de hormonas del stress en la corriente sanguínea de las abejas que, a su  vez, provoca en el insecto un ataque de pánico y  una extrema nostalgia, un deseo irresistible de volver al hogar." Ah, era necesario, entonces. Disiento con ello. Pero luego hablaremos de eso, si os  interesa.

Los norteamericanos hicieron escuela con  sus "experimentos" sobre animales: de millones, Dröscher menciona otros. "Investigadores del hospital  Monte Sinaí, en Nueva York, situaron a  unos ratones en un estado de atemperado stress, mostrándoles un gato a cortos periodos de  intervalo.

"Muy pronto los ratones enfermaron y cogieron la lombriz solitaria. El continuado estado de angustia les robó todas sus fuerzas defensivas, necesarias para enfrentarse con las infecciones. En una situación semejante, las ratas enferman de  cáncer".

Otra historia:

"[...] en Hagenbeck, el zoológico de Hamburgo, en 1970. En el recinto reservado a una especie de  monos de  la  India se  produjo un número excesivo de  nacimientos, con gran regocijo de los asistentes habituales a ese lugar, conocido como el Monkey - Saloon. Los visitantes del zoo pudieron pasar un lindo  rato.

"Pero un buen día el recinto se convirtió en un infierno. Con diabólico griterío aquellos  cincuenta animales que hasta el día anterior formaron una auténtica comunidad pacífica, se  lanzaron unos contra  otros tratando de darse muerte a mordiscos.

"«Comenzaron a  luchar entre sí - informa Günter Niemeyer, escritor especializado en vida animal-. No se libraron ni las hembras ni las crías. El griterío resultaba ensordecedor, el pelo volaba por los aires y  la  sangre brotaba de las heridas producidas por los mordiscos y de las orejas arrancadas».

"[...] La superpoblación - concluye Dröscher-,  como vemos, puede dar lugar a un stress social que termina en violencia  y asesinato".

Aún tomaremos un último  ejemplo de este libro:  "El profesor Dietrich v. Holst, de  la  Universidad de Munich, ha realizado una serie de sorprendentes experimentos con las tupayas.

"Se trata de animalitos que tienen cierto parecido con nuestras ardillas comunes, pero que son antepasados primitivos de los prosimios y, por lo tanto, del hombre. Pertenecen a la familia de los primates. [...] cuando se hallan sometidos al stress [...] se produce en ellos una erección del pelo, sobre todo del de la cola, que, por lo general, se encuentra liso y  pegado a  ella, pero que  en casos de fuerte presión emocional se eriza y da al rabo un aspecto de limpiabotellas.

"Estos mamíferos que viven en el sudeste de Asia, son [...] víctimas de una gran tristeza anímica cuando ven cerca a  un congénere que no pertenece a  su  propia familia, esto es, su hembra o  sus crías. Surge en  ellos esta manifestación de stress cuando tienen ante su vista a un macho de su especie, incluso si éste fue anteriormente vencido por ellos.

"En el tiempo comprendido entre las seis de la  mañana  y  las seis de  la tarde si una tupaya se ve obligada a  ver durante dos horas a un «mal» enemigo, logra dominar su stress de manera razonable. Sin embargo, si la situación  de stress se prolonga algún tiempo  más,  la  hembra se vuelve caníbal y devora a sus propios hijos. Esto ocurre siempre.

"El fenómeno no se presenta de improviso, sino que al principio sigue amamantando a  sus crías con el cariño de siempre. Pero cuando la  presión del stress se hace demasiado fuerte, salta de manera imprevista y devora a sus hijos uno tras otro. Además, deja de comportarse como hembra y trata de aparearse con otras hembras como si de repente si hubiera vuelto macho."

Los Maestros Gigantes

En la película La confesión, de Costa Gavras, el siempre correcto Ives Montand representaba a  un comunista caído en desgracia con el régimen dictatorial de Stalin. Lo  habían encerrado en una celda pequeña, alta  y lisa, iluminada constantemente con un reflector, lo cual provocaba una irrealidad muy perturbadora, pues impedía discernir el tiempo.  Entre muchas torturas  que practicaban sobre él,  una consistía en  despertarlo imprevistamente, a cualquier hora, con fuertes alarmas. Evitaban con ello que el prisionero durmiese por más de pocos minutos, con lo  cual iban desequilibrando  su cerebro, sometido al stress permanente, con el propósito de convertirlo en dócil arcilla para sus requerimientos.

Los médicos observaban con frío  interés las  conductas del preso: les servía para comprobar o refutar algunas de sus teorías; en sus mentalidades, constituía un experimento.

Otra vez se me ocurre la idea de que pueda haber seres gigantescos experimentando con nosotros. El lunes, leyendo en el patio - magníficamente cubierto por una alfombra de campanillas liláceas que han caído de  los jacarandáes-, siento a una hormiga bastante grande subir por mi pierna derecha. Rápidamente la disuado con un papirotazo, tirándola lejos. Debe ser un golpe rapidísimo, para no  dañar al animalito, sólo debe impulsarlo lejos para indicarle claramente que se está equivocando de camino. Tengo experiencia en esto, pues en cada primavera me ocurre una y otra vez, al sentarme, en short, a leer bajo los árboles. No recuerdo ninguna hormiga que luego de esta disuasión haya  regresado, empeñándose otra vez en su intento. Ahora bien, si esto sucediera, y el animalito persistiese en el error de tratar de ascender ( me  imagino que los pelos en la pierna deben  de representar para ella una especie de  bosque ralo), si una y otra vez volviera, empezando a morderme cada vez que intento expulsarla, quizá sólo  me  dejaría el recurso  de eliminarla.

¿No ocurrirá algo semejante con nosotros? ¿Cuando perforamos montañas con dinamita, cuando despojamos espacios anchísimos de su vegetación natural, cuando sometemos a  la  tierra a  tratamientos químicos... no estamos molestando quizá a seres gigantescos?... ¿No intentan disuadirnos ellos, quizá, con lo que nosotros percibimos como temblores de tierra,  huracanes, tornados, terremotos?... Finalmente, ante  nuestra obstinación, por más paciente que fuese el gran ser  a quien ya dañamos, con sus intentos para disuadirnos de nuestro error, puede terminar por aniquilarnos... ¿No habrá sido algo así el diluvio?... ¿No  habrá sido algo  así la desaparición de Pompeya bajo la lava?... El Popol Vuh cuenta, en tal sentido, una historia estremecedora:

"[...] fueron triturados, fueron pulverizados, en castigo de sus rostros, porque no  habían pensado ante sus Madres, ante sus Padres, los Espíritus del Cielo llamados Maestros Gigantes. A causa de esto se oscureció la  faz de  la  tierra, comenzó la  lluvia tenebrosa, lluvia de  día, lluvia de  noche. Los animales pequeños, los  animales grandes, llegaron: la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras de  moler (metales), sus vajillas  de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus  pavos, todos hablaron; todos, tantos cuantos había, manifestaron sus rostros. «Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno; seréis sacrificados», les dijeron sus perros, sus pavos. Y he aquí (lo que les dijeron) sus piedras de moler: «Teníamos cotidianamente queja de vosotros; cotidianamente, por la  noche, al alba,  siempre:

`Descorteza, descorteza, rasga, rasga´ sobre nuestras faces, por vosotros. He aquí, para comenzar, nuestro cargo a vuestra faz. Ahora que habéis cesado de ser hombres, probaréis nuestras fuerzas:  amasaremos, morderemos vuestra carne», les dijeron sus piedras de moler. Y he aquí que [...] sus perros les dijeron: «¿Por qué no nos dábais nuestro alimento? Desde que éramos vistos nos perseguíais, nos echábais fuera: vuestro instrumento para golpearnos estaba listo mientras comíais. [...] ahora sufriréis los huesos de nuestra boca [...].» Y  he aquí que a  su  vez sus ollas, sus vasijas de barro, les hablaron: «Daño, dolor, nos hicísteis, carbonizando nuestras bocas, carbonizando nuestras faces [...]: vosotros lo  sufriréis a  vuestro turno,  os quemaremos» [...]. De igual manera las piedras del hogar encendieron fuertemente el fuego puesto cerca de  sus cabezas, les hicieron daño. Empujándose (los  hombres) corrieron, llenos de desesperación. Quisieron subir a sus mansiones, pero cayéndose, sus mansiones les hicieron caer. Quisieron subir a  los árboles; los árboles los sacudieron a lo lejos. Quisieron entrar a los agujeros, pero los agujeros despreciaron a sus rostros. Tal fue la ruina de aquellos hombres [...]; sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados. Se dice que su posteridad (son) esos monos que viven actualmente en las selvas [...]. (Popol Vuh, Libro del Consejo de los Antiguos Quichés. Traducción de  los originales  mayas: Georges Raynaud, Miguel Angel Asturias, J. M. González de Mendoza, en la  Escuela de Altos Estudios de París. Décima edición, Editorial Losada, Buenos Aires, 1985. Capítulo 4,  páginas 20, 21  y 22.)


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