domingo, febrero 21, 2021

El inquietante futuro de la lengua en la prensa de habla española

  

Ponencia de Héctor Schmucler, en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, Zacatecas, México, del 6 al 11 de abril de 1997.

Gracias a Gabriela Ibáñez, por haber  transcripto  a formato digital,  desde una copia bastante poco legible.

 


 

Mi exposición —como casi siempre ocurre— no es más que el diálogo con otros textos. Así, para comenzar, me permitiré un breve comentario sobre palabras que se dijeron aquí y que bien podría ser —ese breve comentario— la síntesis de lo que quisiera decirles.

Raúl Trejo recordó ayer el problema que tuvieron los responsables del programa «Urgente», de la agencia de noticias EFE, cuando algunos corresponsales latinoamericanos señalaron que la palabra «coger», que aparecía en algunos despachos de la agencia, era irreproducible en algunos países de la región. Sensatamente, EFE respondió que no podrían traducir el término cuestionado porque esa era la manera de hablar del español en España o, por lo menos, en Madrid, donde está la agencia EFE. Cuando escuchaba esta anécdota relatada por Raúl, pensé que la tensión que estos equívocos desencadenan otorga al lenguaje su verdadero valor. Se sabe que hay cosas que son intraducibles y el equívoco puede demostrar eso: que hay cosas que son traducibles. En varios países de América Latina «coger», en el habla común, significa lo que asépticamente se dice «hacer el amor». Pero para los españoles el término (aunque la Real Academia también acepta el sentido sexual) se ha divulgado como equivalente a «tomar algo». Hay cosas que solo pueden realizarse en la lengua propia. El púdico y universal «hacer el amor», por ejemplo, es una descripción insensata: el amor es y no se hace, y ningún vínculo sexual agota la significación del amor. El vulgarismo se vuelve irreemplazable para enunciar un acto que otras palabras solo aluden.  Algo perderían los españoles si se vieran obligados a usar el verbo «tomar», o su equivalente «agarrar», cuando quieren expresar que los cogió una tormenta o que cogieron un catarro. Todos somos más ricos, en cambio, cuando sabemos —porque así lo quiso el genio de la lengua— que cuando ellos cogen,  nosotros tomamos.

Todas las cosas importantes, si llegan a nombrarse, solo aceptan palabras de larga memoria. Esa larga memoria en que los seres humanos vivimos. También ayer, el profesor Javier Fernández del Moral citó unos versos de T. S. Eliot: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?». En El coro de las rocas, poema al que pertenecen estos versos del poeta cuya admiración comparto con Fernández del Moral, aparece otro que los antecede y sustenta a los que siguen: «¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?». Y luego aparecen las dos preguntas, que vienen a completar, a darle sentido a este «¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?». La pregunta nos instala al borde del abismo. No interroga sobre dónde hemos perdido la vida, sino que afirma que hemos vivido perdiendo la vida. Así como al conocer a veces perdemos la sabiduría y la información puede llevarnos a perder el conocimiento.

Cuando hablamos del lenguaje nos estamos refiriendo al más importante de nuestros problemas. El de nuestra propia existencia, el del existir de los seres humanos en el mundo. En su tragedia El rey Lear, Shakespeare anuncia tiempos infaustos a través de un lenguaje que muestra su impresionante poderío. El lenguaje muestra el poder de matar, muestra el poder de engañar; también el poder de salvar. Poderoso por presencia, o por ausencia: a veces ninguna intensidad es comparable con la del silencio. La tragedia concluye en el límite donde cualquier engaño es superfluo: «Debemos rendirnos a la pesadumbre de tiempos tan aciagos. Digamos lo que sentimos, no lo que deberíamos decir». Entre decir lo que se siente y decir lo que se debe media una responsabilidad profundamente ética en el uso del lenguaje.

Mi participación en este Congreso tuvo como antecedente una carta de mi amigo Bernardo Díaz Nosty que servía como introducción a esta sección sobre la prensa que él estaba organizando. No voy a citar la carta. Sí algunas consecuencias de mi diálogo con ella.

Mi primera convicción es que no todo lo que ocurre es necesariamente deseable por el hecho de que ocurra. Cuando se sostiene, y se repite sistemáticamente, que determinados procesos son inevitables, cuando esta inevitabilidad alude a realizaciones que son productos del hacer humano, la expresión «procesos inevitables» puede ser banal y terrible al mismo tiempo. Otra cosa es considerar aquellos hechos que se escapan a la voluntad humana y que se escapan porque la trascienden: nadie, por ejemplo, logrará evitar el misterio de la muerte que, de paso sea dicho, es el que funda ese otro misterio, el de la vida. Afirmar que algo del hacer humano —como el actual hacer tecnológico, como la creciente mercantilización de las relaciones— es inevitable, y con ello significar que no solo debemos aceptarlo sino también celebrarlo, es renunciar a la responsabilidad de nuestros propios actos. Las realizaciones humanas —aquellas que abarcan el amplio espacio de la cultura— son actos impregnados de esa libertad sin la cual no seríamos humanos. El lenguaje, sin esa libertad, no sería otra cosa que una manifestación ciega de la especie. Cuando se insinúa que el mundo actual es el único que podría haber sido se naturaliza lo que existe, se lo hace irremediable. Esta aceptación, esta enunciación, es la forma más penetrante de algo que algunos han dado por desaparecido: la ideología. Tal vez nunca una ideología se haya extendido con similar amplitud: el «pensar único», según la feliz expresión de Ignacio Ramonet, explica todo en un solo sentido.

Es cierto, y resulta importante señalarlo, que el mayor o menor desasosiego con que se observe este presente depende de la mirada que tengamos sobre él. Siguiendo la exhortación shakesperiana, quiero decir que «siento» que la humanidad está viviendo el más triste fin de siglo de que se tenga memoria. Es sorprendente observar cómo se ha ido perdiendo el entusiasmo que hasta hace poco acompañaba la llegada del nuevo siglo. El pobre mito del siglo XXI fue inventado poco después de la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos, es decir, en el lugar donde se piensa el mundo, surgieron los modelos y proyectos más audaces que dibujaron la transición al tercer milenio. La rica documentación sobre el tema da cuenta de cómo se constituyeron equipos que pensaron la técnica, la ciencia, la sociedad, con miras a triunfar en una posible tercera guerra caliente, que no existió, o triunfar en la Guerra Fría, que señaló la suerte del mundo durante muchos años[1]. Y no les fue mal: triunfaron. Estudios —que se hicieron libros— vaticinaron el nuevo siglo: rigurosamente, se sabía cómo iba a ser el siglo XXI no por un acto de adivinación, sino porque así se lo estaba preparando. Los «futurólogos» anuncian el futuro porque describen lo que se está haciendo para que sea de esa manera. Los paródicos profetas de nuestra época son, en realidad, los constructores de nuestra época. Bill Gates, no solo el más rico sino también el más optimista de todos los hombres del mundo, es su última y más acabada expresión.

Pero cierto optimismo que postergaba al año 2000 la realización de casi todos los sueños, se fue diluyendo. Si ustedes pueden hacer el esfuerzo de recordar los discursos que hace apenas diez años, o tal vez solo cinco, pronunciaban los estadistas, encontrarían cierto entusiasmo en expresiones similares a la siguiente: «tenemos que llegar al año 2000 en tal situación para entrar, triunfantes, a ese siglo que nos espera». Es sorprendente cómo la racionalidad genera estos mitos: «el siglo XXI nos está esperando». ¿Nos está esperando? Para que ello ocurra ya tiene que estar allí. Y si el futuro está en alguna parte podemos hacer el esfuerzo de aproximarlo. Por eso la publicidad, que es una de las grandes aventuras de la vanguardia del pensamiento, ofrece comprar el futuro. Para comprarlo, ya hay que saber qué es el futuro. La promesa no es enteramente falsa: se puede poner en venta el futuro porque se lo está construyendo de una manera determinada. Pero, decía, este fin de siglo se está volviendo melancólico. Seguramente habrá fiestas y fuegos de artificio. Gracias a la CNN, y a todas las CNN que van a aparecer de aquí a tres años, el mundo parecerá unificado en un gran brindis. Sin embargo hoy se percibe una gran tristeza. Nadie apuesta: ni los estadistas de los grandes países, ni los estadistas de los pequeños países. El cambio de milenio no provoca entusiasmos. Nada recuerda lo que ocurrió al finalizar el anterior milenio, el único del cual tenemos algún registro. La conmoción que se desencadenó en la Europa cristiana (porque otra historia transcurría en el resto del mundo, incluidas estas tierras que hoy pisamos) en aquel fin de milenio —que aún nos sigue marcando— presagiaba algo grandioso: el mundo podía simplemente acabarse o acabarse para dar paso a otro, al advenimiento del Reino: gentes que morían de pasión y no de aburrimiento.

Otro sentir, en la obligante postulación shakesperiana, es el siguiente: habría que aceptar que no todo pensamiento es compatible con otros. Idea, la de compatibilidad, que evoca la necesaria compatibilidad de los sistemas informáticos. Estrictamente, en el caso de los sistemas informáticos la compatibilidad consiste en que todos se adecuen a una matriz que se impuso en el mercado (algo de esto sabe Bill Gates y su empresa Microsoft). Se habla de «compatibilidad» y en realidad lo que siempre se ha querido decir es que todo pueda funcionar de acuerdo con las pautas de IBM. Cuando digo que nuestros pensamientos podrían ser incompatibles quiero señalar que el consenso no debería ser nuestro obligado horizonte. La academia parece poseída por el temor al disenso.

Es obvio que aquellos que piensan que este mundo en que vivimos ofrece posibilidades de generar una existencia plenamente humana, no estarán de acuerdo con mis afirmaciones anteriores. Es decir, lo que he venido sosteniendo solo es demostrable para aquellos que comparten una visión sobre el sentido de la existencia de los hombres en la Tierra nada parecida a lo que ocurre actualmente. No es el caso, por ejemplo, de Bill Gates, quien afirma en su famosísimo libro Camino hacia el futuro: «Creo que esta es una época maravillosa para vivir, nunca ha habido tantas oportunidades de hacer cosas que no se habían podido hacer nunca». Esta es su mirada, y desde ella no le falta razón.

Hay pensamientos distintos y no compatibles porque el pensar depende de las concepciones que tengamos acerca de lo humano. Si la plenitud humana es la posibilidad de goce de infinidad de bienes, la gente que lo está disfrutando es posible que piense que este es el más deseable de los mundos. Para otros, esta reproducción de límites sin presencias efímeras no hace otra cosa que perfeccionar un vacío. Entre unos y otros no hay consenso posible. Sin embargo, ninguna guerra es necesaria.

Sobre el horizonte de los diálogos antes esbozados, intentaré algunos caminos para reflexionar sobre la lengua de la prensa escrita en español. El primero argumenta que resultaría insustancial hablar de la lengua sin tomar en cuenta el papel condicionante del actual proceso de globalización. O sea, de ese proceso determinado por las formas que el capitalismo ha tomado en la época de su expansión planetaria. La segunda línea de argumentos pretende que la construcción de la globalización encuentra en las tecnologías informáticas un instrumento irreemplazable; es decir, que sería difícil concebir la globalización, por lo menos con los rasgos actuales, sin la existencia de estas tecnologías. (Más aún: podría afirmarse que estas tecnologías son los instrumentos que el largo proyecto de globalización necesitaba y que las creó exactamente a su medida). En un sentido similar, creo que la globalización encuentra en el pensamiento llamado «postmoderno» los elementos conceptuales que liberan el camino hacia su consolidación: elimina convicciones fuertes y obligantes sobre la vida humana que podrían constituirse en trabas a ese proceso. El tercer argumento sugiere que, al prescindir de algunas dimensiones fundantes de nuestra tradición cultural, al desafiar las nociones de tiempo y espacio, el proceso de globalización insustancializa el lenguaje, lo vuelve mero instrumento para facilitar el desempeño de esa máquina total y totalitaria a la que tiende el mundo globalizado. Yo creo que este tipo de razonamientos debería entrar en la discusión sobre el lenguaje siempre que aceptemos que el lenguaje es más que un arbitrario instrumento de comunicación y que, por lo tanto, está lejos de agotarse en un léxico, en un complejo repertorio de términos y de reglas combinatorias. La globalización, en cambio, exige la simplificación instrumental de la lengua.

¿Por qué preocuparnos por el porvenir del español si solo se trata de comunicarnos? ¿Por qué no pensar en cualquier lengua que nos permita hacerlo, entrar en contacto con el otro? En ese caso, ninguna preocupación por el español. Salvo que la defensa del español sea la defensa de un mercado, salvo que el español, la lengua española, sea el rasgo que construye un mercado y su defensa, por lo tanto, pase a ser la forma de defender ese mercado que pugna con otros mercados. Si fuera así, lo que no es desechable, deberíamos hablar de estrategias de mercadeo y no del valor espiritual de la lengua.

En este proceso de instrumentalización de la lengua la prensa se contagia de la televisión, sufre un proceso de «televisionfilia». Salvo algunas importantes excepciones, la prensa ha ido haciendo suyo un principio: todo lo que acontece puede ser dicho, puede ser expresado, y si no es expresado no acontece, no es. Paso anterior a una idea que domina la cultura mediática: todo lo real es posible de mostrarse en imagen. El último Jueves Santo, el diario Clarín de Buenos Aires, el de mayor tirada en lengua española y sin duda con fuerte influencia política en la Argentina, publicó en la página central algo vinculado a la Semana Santa. Seguramente con la idea de hacer accesible la idea de la Pasión de Jesús, no solo estableció imágenes, sino que relató hora por hora lo que le fue pasando. De la misma manera que se dice «el Presidente salió a las 9:45 de la residencia gubernamental, a las 10:22 llegó a tal lugar, etc.» aquí también se objetiva, se relata a la manera del drama televisivo. Así, puede leerse mientras se observa el dibujo: «La Flagelación, 9 de la mañana. Ejecutado por los soldados…»; «La corona de espinas, 10 de la mañana»; «Camino al Suplicio, 11 de la mañana»; «Crucifixión, 12 de la mañana». El momento culminante de esta información es la muerte de Jesús, a las 3 de la tarde, y entonces hay una figura, un dibujo donde se muestra [por] dónde [entra] la lanza que lo cruza. Un corte horizontal muestra cómo la lanza atraviesa los pulmones de Jesús para llegar al corazón. Y después explica «científicamente», mediante una breve reseña, qué pasa con la sangre cuando se rompe el corazón. Este «transparentar» lo ocurrido, esta verdad ofrecida hora por hora, rompe la lengua, porque la lengua, en el caso de la religión y de todo lo importante, tiene un espesor intraducible. Una columna editorial de Clarín, ubicada en la misma página, se titula: «Preocupa la pérdida de significado religioso», donde se comenta la inquietud de la Iglesia Argentina por la devaluación del significado religioso de la Semana Santa.

Decía antes que la «televisionfilia» es el paso más importante que ha dado la prensa para quitarle rigor, fuerza, densidad y valor a las palabras. Agregaría que hay desconfianza en las palabras, una desconfianza que no solo alcanza a la prensa. También señalé que, en el caso de la prensa, había excepciones, y muy importantes. Lo notable es que esas excepciones —se podría mencionar rápidamente los grandes periódicos excepcionales— están dominadas por cierto aire de inseguridad y temor que se derivan del hecho de no aceptar el reto de la simplificación. No hace más de quince días los directores de tres diarios de París, entre otros, el prestigioso diario Le Monde, hicieron una presentación al gobierno francés para que haya una distribución más equitativa de la publicidad con la televisión. Las urgencias económicas les exigían solicitar apoyo oficial porque de otra manera corren el riesgo de desaparecer. Esto ocurre con los diarios «excepcionales» y ya se sabe que han desaparecido muchos de estos diarios.

Ignacio Ramonet, el director de Le Monde Diplomatique, en un trabajo publicado por la revista Telos[2], señalaba, entre otras cosas, que la crisis de la prensa escrita obedece a algunas transformaciones básicas del concepto de periodismo. Voy a subrayar algunas de sus afirmaciones. La primera, y tal vez la más importante, es que ha variado el concepto de información. Por informar, dice, se entendía ofrecer no solo una descripción precisa y verificada de un hecho, un acontecimiento, sino también un conjunto de parámetros contextuales con los que el lector alcanzase a comprender su significado profundo. Esto cambió bajo la influencia de la televisión. El diario televisado y su ideología del directo y el tiempo real, llegó a imponer una concepción radicalmente distinta de información. Informar consiste ahora en presentar la historia en desarrollo, hacer asistir al acontecimiento. Se supone que basta con ofrecer la imagen del acontecimiento o su descripción, para conferirle su pleno significativo. En el límite, en esta nueva concepción de la información, el propio periodista sobra. Porque lo único que importa es el cara a cara entre el telespectador y la historia. El concepto de actualidad es el segundo aspecto destacado por Ramonet. La televisión es la que construye la actualidad: crea el choque emocional y condena al silencio, a la indiferencia, los hechos huérfanos de imagen. Por último, sigo a Ramonet, ha cambiado el concepto de veracidad de la información. Un hecho ahora es verdadero sencillamente porque otros medios de información repiten las mismas aseveraciones y lo conforman con realidad. (Raúl Trejo también señalaba aquella «garantía» de verdad por el hecho de estar en Internet). Una reflexión de Ramonet incursiona en aspectos socio-culturales: «el problema es que informarse cansa, pero este cansarse para estar informado es el precio que el ciudadano debe pagar si quiere adquirir el derecho de participar de forma inteligente en la vida democrática». Como se sabe, la tendencia generalizada es a impedir el cansancio, a convencernos de que se puede estar informado sin hacer ningún esfuerzo.

La simplificación del lenguaje es parte del declinar de todas las lenguas —y no solo del español— en nuestra época. Declinación del lenguaje que no es producto de la incorporación de un número creciente de palabras extranjeras, lo que siempre ha ocurrido. Sobre todo las técnicas y la ciencia han ido incorporando palabras que a veces son intraducibles. Es lamentable cuando nuestras propias palabras son reemplazadas por otras. Pero de todas maneras esto puede ser un mal pasajero. Una nueva técnica, ya se lo dijo aquí, va a traer nuevas palabras, va a suplantar a las anteriores. Cualquiera que se tome el trabajo de leer la prensa de hace apenas diez o quince años puede observar cuántas palabras ya han desaparecido que, como en los lenguajes juveniles de moda, en su momento tenían vigencia dominante. No creo que el problema radique en la necesidad de limpiar la lengua de extranjerismos o juvenilismos. Este es un mal pasajero. El problema es grave cuando la lengua, como tal, en vez de ser un espacio común para quienes la hablan, se vuelve un mero instrumento de contacto. Esto sí que es grave y creo que allí deberían centrarse nuestras reflexiones.

La pérdida de espesor del lenguaje se vincula estrechamente con la pretensión de eliminar el tiempo. Cuando todo ocurre en el mismo momento, el tiempo queda eliminado. Desaparece la posibilidad de que las palabras signifiquen algo más que su instantánea existencia en busca de desaparecer en la comunicación-contacto. Las palabras, el lenguaje, necesita de tiempo. El Eclesiastés lo repite: «todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo». Esta idea de que todo tiene su momento, que solamente en el tiempo pueden existir las cosas y por lo tanto el lenguaje, me parece que es el dato sustancial que hace al valor del lenguaje. Este lenguaje que, se ha dicho, hace humanos a los seres humanos. El lenguaje es el lugar donde podemos demorarnos, donde el tiempo puede transcurrir, donde podemos morar, quedarnos, permanecer. Ese demorarse en el lenguaje es la manera de vivir del hombre, que en el lenguaje encuentra la forma de crear. Es decir, el lenguaje como poiȇsis, como creación, como poesía, como asombro. Poiȇsis, que también era una forma de la tekhnȇ, o sea de la técnica, cuando no se habían separado estos dos conceptos. Acto de asombro y no instrumento que nos incluye como momento técnico de un sistema productivo que solo aspira a no dejar huellas. El lenguaje no como lugar de paso, sino como lugar de encuentro con uno mismo y, por lo tanto, de encuentro con el otro, de reconocimiento. Si en lugar de morada, de demora, si en lugar de reconocimiento, todo se resuelve en el contacto, si no es más que contacto, ¿qué importa en lo sucesivo el lenguaje? La idea de contacto, desteñida de toda presencia del cuerpo en la virtualidad electrónica, procura una especie de despojamiento de cualquier materialidad, un universo sin ese espacio donde el lenguaje hospeda al ser humano. El lenguaje como espacio. La comunicación, transformada en pura instrumentalidad, resigna el sentido de reconocimiento en el lenguaje, en la identidad hablada por ese lenguaje. Pero sin lenguaje como morada, como demora, el hombre pierde sus cualidades. El hombre sin lenguaje es pura cosa.

Tiempo y lenguaje, me atrevería a afirmar, son una misma cosa. Sin tiempo no hay lenguaje, y el lenguaje requiere de ese tiempo. La simplificación tiene que ver con la negación del tiempo que encuentra en la traducción automática el ejemplo más eficaz. La traducción automática, como casi todas las cosas, nació en Estados Unidos y como casi todas las cosas vinculadas al desarrollo técnico-científico que han aparecido en Estados Unidos en los últimos cincuenta años, aquellas en las cuales nosotros vivimos, nacieron como proyectos bélicos. En el escenario de la Guerra Fría la IBM realizó, en 1954, una primera demostración sobre la traducción automática inglés-ruso en la Georgetown University, de Washington, donde se desarrolló el más importante sistema del mundo: Systram. Luego de un informe desfavorable de la Academia Nacional de Ciencias, el programa de trabajo sobre la traducción automática se detiene en 1966. Los japoneses continúan las investigaciones y en Francia, desde 1961 (parcialmente financiado por la aeronáutica) funciona el Centro de Estudios sobre Traducción Automática de Grenoble. Europa, o mejor, la Unión Europea, no solo ha tomado el relevo del papel cumplido originalmente por Estados Unidos. A nadie beneficiaría más la posibilidad de la traducción automática que a la Unión Europea, cuyo gasto en traducción está a la cabeza del mundo[3].

Los estudiosos han señalado repetidamente las dificultades por ahora insuperables para realizar una verdadera traducción automática y, en la práctica, se ha optado por la llamada «traducción asistida por computadora» en la que el ser humano cumple papel importante en algún momento de la traducción. Hay ejemplos notables sobre los disparates que suelen ofrecerse como presuntos traslados de una lengua a la otra[4]. Me interesa destacar que, sin embargo, los esfuerzos persisten y tienen como propuesta operativa simplificar el lenguaje. Uno de los mecanismos más eficaces consiste en escribir pensando en la sintaxis de la lengua a la cual va a ser traducida alguna expresión. Es decir que si uno fuerza la sintaxis de la lengua original para que se parezca a aquella a la cual va a ser traducida automáticamente, mejora las posibilidades de éxito. Los costos no son menores: violentar la sintaxis significa que aquello que se traduce no es necesariamente lo que originalmente había sido pensado. Otras «facilidades» se logran simplificando el vocabulario y la diversidad de temas tratados. Una de las áreas donde más logros se han obtenido se encuentra en el campo de la aviación: se repiten casi siempre las mismas palabras y casi siempre las indicaciones son similares. La máquina, en consecuencia, puede rápidamente interpretar aquello que necesita traducir.

He señalado el caso de la traducción automática porque creo que es un ejemplo singular sobre lo que debe resignar el lenguaje ante la voluntad de homogeneizar, lo que se sacrifica en el altar de la «compatibilización». Yo creo que es necesario aceptar que hay cosas intraducibles y que no solo no deberíamos lamentarnos de que así ocurra, sino que deberíamos celebrarlo, estimularlo. El que haya cosas intraducibles no significa alejarse del otro, sino enriquecerse con la presencia del otro. Las lenguas, como se sabe, no son un puro código de signos sino que son la expresión de una manera de vivir. Cuando se conoce otra lengua, se conoce otro mundo. Hay, pues, cosas intraducibles: una de ellas son algunos términos técnicos, y nada perdemos con aceptarlos. Hay otras cosas intraducibles a las cuales me interesa aludir con más énfasis. Yo diría que la intraductibilidad técnica es una intraductibilidad simple, de elementalidad semántica. Hay otra imposibilidad, que me permitiría llamar «intraductibilidad por exceso» y que se enfrenta con significaciones que desbordan el sentido inmediato de las palabras. En este caso solo puede recrearse en otra lengua el espíritu que encierra la expresión original. Es lo que ocurre con la poesía, con la literatura, o con aquellas palabras que expresan autóctonamente el amor, la fe y ese otro acontecer fundante de lo humano que es la muerte.

Aprovecharé el minuto que me queda para compartir con ustedes dos citas. Una es de Ernst Jünger. En Eumeswil, publicada en 1977, el ahora centenario autor alemán describía: «La decadencia del lenguaje no es tanto una enfermedad cuanto un síntoma. Se estanca el agua de  la vida. La palabra tiene todavía significación, pero no sentido. Es cada vez más desplazada por las cifras. Es incapaz de poesía, ineficaz para la oración. Los placeres groseros sustituyen a los del espíritu. Pérdida de la historia y decadencia de la lengua van de la mano».

A través de mi exposición he querido insistir en que el problema no es el lenguaje. Que el lenguaje, en todo caso, es un reflejo sensible de algo que nos ocurre en nuestra existencia. Algunos creyeron ver en el famoso texto de Francis Fukuyama, ¿El fin de la historia? —de donde extraigo la segunda cita— un diagnóstico de nuestro tiempo. El fin de la historia sería el fin del lenguaje: ya no necesitaríamos nada que intente nombrar aquello que nos asombra, ya no necesitaríamos silencios que digan lo que no es posible decir en el lenguaje. Porque nada podríamos esperar. Después de haber ofrecido las razones de por qué «el fin de la historia», esa realización de la «idea» hegeliana, y hacia el final de su admirado y vilipendiado texto, Fukuyama parece espantado por la verdad de lo que acaba de enunciar. «El fin de la historia —dice— va a ser un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida por un objetivo puramente abstracto, la lucha ideológica mundial que requería audacia, coraje, imaginación e idealismo, serán reemplazados por los cálculos económicos, la resolución interminable de problemas técnicos, problemas del medio ambiente y la satisfacción de sofisticadas demandas de consumo. En el período posthistórico, sigue diciendo Fukuyama, no habrá arte ni filosofía, solo la perpetua mascarada del museo de la historia humana. Puedo sentir en mí mismo, y en otros que están cerca de mí, una poderosa nostalgia por la época en que la historia existía […] Tal vez esta misma perspectiva de siglos de aburrimiento en el fin de la historia sirva para que la historia comience de nuevo».

Es posible que esa tristeza que yo veía en este fin de siglo sea, en realidad, el gesto más optimista. Reconocerlo y reconocer que no es irreversible este camino, aunque sea doloroso verificarlo, puede traernos, tal vez, el regreso del lenguaje y de nuestra vida en el lenguaje.

Héctor Schmucler


Mesa redonda

Parece innecesario decir que considero muy importante la enseñanza de la lengua española a los periodistas de lengua española y a quienes, no siéndolo, son corresponsales en países de habla española. Dicho así, la afirmación difícilmente ofrezca resistencia. Sin embargo quisiera formular dos o tres observaciones. La primera tiene que ver con lo que algunos sostienen sobre el riesgo de extinción que pesaría sobre la profesión de periodista. Para los que así piensan, más que aprender o formarse con rigor en la lengua española los periodistas tendrían que reciclarse. Los periodistas, como tantas otras personas en el mundo, deberían aprender nuevos oficios porque su oficio va desapareciendo. A partir de la tendencia a considerar «noticia» a la simple mostración de lo que está ocurriendo, la acción de informar consistiría en colocar una cámara frente a lo que ocurre. El periodista, en su sentido tradicional, estaría sobrando. Esta tendencia, que además de impregnar los medios electrónicos, es en buena medida verificable. No quiero decir que se va a imponer inexorablemente pero creo evidente que hay una tendencia en ese sentido. De manera que una buena formación ¿para qué, si esa presencia mediadora, interpretadora, reguladora del periodista, realizada a través de una lengua como la española, se vuelve cada vez menos necesaria? El asunto merece reflexionarse. A mí me agrada imaginar que esta tendencia no va a arrasar con la práctica periodística real, es decir, la que efectúan seres humanos. Por lo tanto, me parece que la lengua es fundamental.

Esto me lleva a una segunda observación que se vincula a la corrección en la escritura de una lengua. Existen diarios que están pésimamente escritos. Pero, ¿qué problemas ofrece un diario mal escrito? En primer lugar, deja de cumplir el papel que solía tener la prensa en relación a la propia lengua. Hace algunos años la gente comprobaba si una palabra estaba bien escrita no solo usando el diccionario (que es el hábito más general y tal vez más aconsejable), sino a través de la prensa. Se solía decir: «para tener buena ortografía —nos decían a nosotros cuando íbamos a la escuela primaria— es preciso leer». Leer libros, leer periódicos, leer revistas. Se presuponía que la prensa era también enseñante de la lengua. Ya se sabe que hoy, en muchos casos, leer la prensa no es garantía de aprendizaje. De manera que me parece que, en este aspecto, la formación de los que escriben y corrigen los medios gráficos es realmente importante. No solo por este papel pedagógico sino porque la única manera de expresar adecuadamente las ideas es manejar correctamente la lengua. No hay distancia entre lengua e idea: las ideas no se expresan de cualquier forma y esto va más allá de la simple corrección como impulso para estudiar la lengua española. La lengua es un instrumento de comprensión de la realidad. No solo de comprensión instrumental. Es un instrumento que posee un saber en sí: la lengua es un saber. Entender esto —cosa que no es generalmente demasiado practicado, ni es suficientemente ejercido en los institutos o en las carreras donde se enseña periodismo— me parece que es sustantivo. Otra observación que acompaña al tema de la lengua, se refiere al conocimiento que deberían poseer los periodistas. Los periodistas tienen que saber, y hay periodistas excelentes que saben mucho. No solo tienen que saber la lengua, tienen que saber en un sentido riguroso. En muchos lugares de América Latina existe cierta ideología, que podría nombrar como «ideología periodística», según la cual el periodista es alguien habilitado para preguntar cualquier cosa, como si hubiera una profesión, una vocación —cuando no un instinto— por el cual uno sabe preguntar algo a cualquiera sobre cualquier cosa, y de esa pregunta derivar una noticia. Así salen disparates mayúsculos. Porque para preguntar primero hay que saber escuchar, pero para escuchar hay que saber. Esto, que es más o menos obvio, no se practica frecuentemente en el ejercicio concreto del periodismo. Es preciso saber de política para hablar con un político, saber de economía para hablar con un economista. Para preguntarle bien y para entender lo que responde. También para saber, a partir de la respuesta, qué otra cosa preguntarle. Estoy hablando del conocer y del esfuerzo necesario para conocer. A esto se opone cierta creencia difundida de que el periodista ejerce mejor su profesión cuanto más provocativo es en su preguntar. Pareciera que su arte es colocar al interrogado en situaciones embarazosas.

Este es un problema del periodista, sin duda, pero es, fundamentalmente, un problema del sistema periodístico. Es conocido el hecho de que algunos medios exigen a sus periodistas traer notas sensacionalistas o arriesgar la pérdida de su lugar de trabajo. El periodista es obligado a provocar y, como necesita trabajar, muchas veces accede a cumplir este papel.

Entonces, saber la lengua y saber de qué se habla. Yo creo que las dos cosas van absolutamente unidas.

Héctor Schmucler

 



[1] Ver «El regreso de la palabra o los límites de la utopía mediática», en Héctor Schmucler, Memoria de la comunicación, Buenos Aires, Ed. Biblos, 1997.

[2] Ignacio Ramonet, «El periodismo bajo sospecha», en Telos, suplemento del n° 41, Madrid, 1995.

[3] Ver Miriam Rosen y Claude Tsao. «Demain, la traduction automatique», en Menière de voir: Internet, París, octubre 1966.

[4] Ibídem.

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